03 mayo 2007

Hime


Hace muchos años, en la provincia de Tamba, vivió un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija, cuyo nombre era O-Sono, muy gentil y bien dispuesta. Su padre, pensando que sería una lástima dejar pasar la niñez de su hija sin enseñarle algo más que lo que podían enseñarle los maestros del pueblo, decidió enviarla a Kyoto, al cuidado de unos servidores, para que pudiese recibir las enseñanzas que se daban en la capital a las jóvenes de las clases altas. Después de haber recibido completa y refinada instrucción, se casó con un amigo de su padre, también mercader, llamado Nagaraya. Durante casi cuatro años vivieron felices, y su dicha aumentó con el nacimiento de un hijo. Pero al llegar al cuarto año de su matrimonio, enfermó y, al poco tiempo, murió.
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En la noche que siguió a la del funeral, el niño sorprendió a toda la familia diciendo que su madre había vuelto y que estaba en la habitación de arriba. Ella le había sonreído, pero no había querido hablarle, y él se había asustado, echando a correr. Algunos miembros de la familia subieron a la habitación que había sido de O-Sono, donde el niño decía haberla visto. Cuando entraron en ella se quedaron sorprendidos al ver la figura de la muerta, alumbrada débilmente por la luz de una pequeña lámpara que ardía delante del butsudan. O-Sono se hallaba frente al armario que aún contenía todos sus adornos y vestidos. Los hombros y la cabeza de la difunta eran perfectamente visibles; pero desde la cintura para abajo su cuerpo se perdía en el vacío, adelgazándose de una manera asombrosa. Parecía un reflejo imperfecto, con esa oscura transparencia que tienen las sombras en el agua. Sus parientes, aterrados, abandonaron precipitadamente la habitación.
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Apenas repuestos del susto, deliberaron sobre el asunto y la madre de Nagaraya dijo:
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- Las mujeres se apegan mucho a sus ropas y pertenecias, y O-Sono sentía gran cariño por las suyas. Quizás haya regresado para contemplarlas otra vez. Infinidad de muertas hacen lo mismo, cuando sus cosas no se entregan al templo. Si nosotros llevamos al templo los vestidos y los ceñidores de O-sono, su espíritu hallará por fin reposo.
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Y se convino en hacerlo cuanto antes. A la mañana siguiente vaciaron todos los cajones del armario, y los adornos y las ropas de la difunta fueron llevados al templo. Sin embargo, O-Sono volvió aquella noche, y a la siguiente, y en las sucesivas, y la casa se convirtió en una casa de espíritus, y sus moradores vivían aterrorizados.
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La madre de Naragaya fue al templo y rogó al sacerdote un consejo espiritual. El templo era budista, y su monje rector era un hombre muy culto, que respondía al nombre de Daigen Osho. Tras oír a la atribulada mujer, respondió:
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- Tiene que haber en aquel armario alguna cosa que la atormenta.
- ¡Pero si está vacío!... ¡No hay nada en él!...
- Bien - dijo el sacerdote - Mañana por la noche iré a vuestra casa, observaré aquella habitación, y veremos lo que se puede hacer. Debéis dar orden de que nadie entre en ella mientras yo esté vigilando, a menos que yo llamé...
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Después del crepúsculo, Daigen se encaminó a la vivienda de Naragaya. La habitación estaba arreglada para recibirle. Se quedó solo, y empezó a recitar sutras. Nada ocurrió hasta la Hora de la Rata, pasada la media noche. Entonces apareció, vagamente dibujada, la airosa figura de O-Sono. Se hallaba frente al armario y sus ojos se dirigían anhelantes hacia los cajones del mueble. El sacerdote musitó una plegaria y dirigiéndose a la figura de O-Sono, dijo:
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- He venido para salvaros... quizás haya en ese armario algo que os atormente. ¿Queréis que lo busque?.
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La sombra pareció convenir con una ligera inclinación de cabeza. El sacerdote se levantó y abrió un cajón del armario. Pero lo halló vacío. Después abrió el segundo, el tercero y el cuarto, buscó detenidamente debajo y detrás de ellos, y examinó el interior del armario. Pero nada encontró. Y la figura continuaba observando con la misma ansiedad que antes.
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- ¿Qué será? - pensó Daigén.
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Se le ocurrió de pronto la posibilidad de que hubiera algo escondido debajo del papel con que estaban forrados los cajones. Arrancó el primero, ¡nada!... hizo lo mismo con el segundo, ¡nada todavía!... . Pero debajo del forro del último encontró una carta.
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- ¿Es esto lo que os inquieta?...
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La sombra asintió, se volvió hacia él, y miró con languidez la carta...
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- ¿Deseáis que la eche al fuego?...
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La sombra volvió a asentir.
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- Así pues, esta misma mañana será quemada en el templo -respondió Daigen. Y, salvo yo, nadie la leerá...
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La sombra esbozó una sonrisa y se desvaneció... Cuando el sacerdote bajó de la habitación estaba amaneciendo. La familia de O-Sono le recibió dando muestras de gran inquietud.
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- No os aflijáis más -exclamó el religioso -.Todo ha terminado. Ya no volverá nunca.
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Y no volvió. La carta fue quemada aquel mismo día. Era una carta de amor que O-Sono había recibido cuando estudiaba en Kyoto... Pero solamente Daigen supo quién se la había escrito y que decía la misiva... El sacerdote y el secreto murieron juntos.
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Cuento popular japones recogido por Shimizu Haruma